El “Woke”, la Polarización y el Desencuentro Social: Pensamientos de Alguien que Lo Observa (y No Deja de Preguntarse Cosas)
El otro día me paré a pensar en todo lo que está pasando a nuestro alrededor. Lo de los “woke”, los “progres”, los feministas extremos, los medios subvencionados, la censura, el odio en las redes, la radicalización de absolutamente todo… Y lo pensé no desde la rabia, sino desde una especie de perplejidad lúcida, por llamarlo de algún modo. Como quien lleva tiempo observando, y ya no sabe si está viendo una sociedad en transformación o directamente un experimento social salido de madre.
Cada vez todo parece más complicado. Y a mi edad, uno no puede evitar sentirse como un tipo que ha vivido varias épocas, y que mira esto no con nostalgia, sino con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Veo cómo la sociedad se va cerrando, se va encasillando, ya no dialoga, ya no ríe con la misma libertad. Y lo peor: ya no escucha. Las palabras ahora son cuchillos. Las bromas, minas. Las opiniones, bombas de relojería. Y nadie quiere ya ni conversar, por miedo a saltar por los aires.
El fenómeno “woke”, que en su origen era una llamada a estar despiertos ante las injusticias, se ha ido transformando en un nuevo dogma. Algo que empezó como un grito de conciencia social legítima ha terminado, en muchos casos, convertido en una especie de manual de lo correcto que más que liberar, te encorseta. Se ha institucionalizado una nueva forma de censura: la del dedo acusador. Y eso, ya sea desde la izquierda, la derecha, o cualquier otra ideología, es siempre peligroso.
A mí me recuerda a aquellos viejos códigos morales del pasado, solo que ahora vienen vestidos de modernidad, de tolerancia, de progreso… pero en el fondo, es el mismo impulso de siempre: vigilar, controlar, señalar, corregir. Es curioso cómo la historia, disfrazada, repite patrones.

Y no es solo el tema ideológico. Hay un mundo paralelo que ha crecido en las sombras: el de los haters, los trolls, los que se sienten dueños del derecho a decir lo que quieren sin consecuencias, precisamente porque se esconden detrás de un avatar o de un nick. Y paradójicamente, mientras los demás caminamos sobre huevos por miedo a ofender, ellos lo dicen todo, sin filtros, con rabia, con odio, como si fueran los últimos defensores de la libertad de expresión. Es como si las redes hubieran creado una dimensión alternativa donde lo subversivo y lo cruel es lo que más visibilidad tiene, mientras lo humano y lo matizado se diluye.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
¿Qué ha pasado con los chistes de antes? Con aquellos momentos en los que todos nos reíamos por igual, sin que importara si eras hombre, mujer, joven, mayor, flaco, gordo, blanco, negro, de clase media o currante. El humor era un puente, una forma de romper el hielo, de convivir, de burlarnos incluso de nosotros mismos. Y ahora parece que todo chiste es una provocación, un ataque, una ofensa a algo o alguien. Como si la risa estuviera en la lista de cosas peligrosas.
Y ojo, no defiendo el humor que humilla, ni el que perpetúa desprecios. Pero hay una gran diferencia entre la mala leche deliberada y la sana irreverencia que libera tensiones y une. Se está perdiendo esa frontera. Y con ella, se pierde la alegría de la imperfección humana, de poder reírnos juntos de nuestras rarezas sin que eso sea un crimen.
Lo mismo con el feminismo, que debería ser una lucha por la igualdad, no por la imposición de un discurso que no admite matices. Cuando se convierte en algo dogmático, excluyente, autoritario, ya no es feminismo, es otra cosa. Una especie de cruzada que solo admite una visión del mundo, y todo lo demás es anatema. Por eso han surgido términos como “feminazi”, que no nacen del machismo (aunque también lo utilicen los machistas), sino de una reacción a una visión del mundo que no deja espacio a la duda, al desacuerdo, al diálogo.
El gran problema de todo esto es que ya no hay zona neutral. Si no estás completamente alineado con un discurso, se asume que estás automáticamente en el bando contrario. Y así se destruye cualquier posibilidad de terreno común. Lo vemos en la política, en los medios, en las redes, en las conversaciones entre amigos. Todo se ha convertido en una guerra de trincheras. Y los que estamos en medio, los que queremos entender sin comulgar con ruedas de molino, parece que estorbamos.
Y eso, Daniel (me digo a mí mismo), no puede acabar bien. No puede llevarnos a un lugar sano. Si seguimos así, vamos de cabeza a una sociedad donde el miedo a expresarse será la norma, donde la risa será sospechosa, y el pensamiento libre será un riesgo. Una sociedad donde la empatía habrá sido reemplazada por el juicio, y la convivencia por la cancelación.
El precio que estamos pagando por esta hipersensibilidad mal enfocada, por este discurso moralista y asfixiante, por esta sobreprotección ideológica, es altísimo. Porque el respeto no puede ser forzado. Y la libertad no puede estar condicionada a la aprobación de la mayoría.
Así que no sé. Me gustaría pensar que todo esto es una fase, que acabará equilibrándose, que la gente se dará cuenta. Pero cada vez veo más extremos, más trincheras, más etiquetas, y menos matices. Y me entra una especie de tristeza tranquila, como la de quien ve cómo el sentido común ha sido sustituido por la ideología.
Y entonces me acuerdo de algo tan sencillo como esto: reírnos juntos, escucharnos sin prejuicios, decir lo que pensamos sin miedo a ser apaleados, y entender que nadie es perfecto. Que todos estamos en proceso. Que todos tenemos algo que aprender, y que nadie –ni el más woke ni el más troll– tiene el monopolio de la verdad.
Eso, me parece, es lo que se nos está olvidando.